martes, 18 de octubre de 2016

Nuestra burbuja

Todos vivimos aislados en una burbuja. Inevitablemente, debemos aislarnos del resto del mundo para tener una intimidad personal, queramos o no, es inevitable. Lo que nos hace diferentes es la capacidad que tenemos de elegir esa burbuja y su tamaño, lo transpirable y penetrable que es, y la capacidad para salirnos de ella.
No hablo de "la burbuja" como ese espacio vital que necesitamos para movernos, y que normalmente se refiere al espacio de cortesía que hay que dejar entre una persona y otra para no invadir su espacio personal (que es tan grande o tan pequeño como la aglomeración donde estemos y la empatía del prójimo). Hablo de la burbuja mental y de conciencia.
Pienso muchas veces que nadie tiene la capacidad para ser consciente de todo lo que le rodea, porque eso requeriría una cantidad de energía y de capacidad mental para la que no estamos preparados. El cerebro, por mera eficiencia, está diseñado para conseguir el máximo con la mínima cantidad de energía posible, y por eso hace que muchas veces ni siquiera percibamos cosas comunes, repetitivas, o irrelevantes para nuestro funcionamiento. Y esa eficiencia hace que hechos que pasan a nuestro alrededor pasen desapercibidos, bien porque estamos acostumbrados, bien porque no nos resulten relevantes en nuestra "supervivencia". Nuestro cerebro nos pide tener esa burbuja para poder funcionar correctamente. 
Es por todo esto por lo que nos volvemos inmunes a un mendigo, a los refugiados de guerra, a las hambrunas en países devastados por la climatología, a los niños explotados, a los ancianos en soledad, a las familias desahuciadas, a las familias en paro, y un largo etcétera. Son situaciones dolorosas, que sólo nos remueven la conciencia cuando una televisión se hace eco de ellas y les da publicidad, para a la semana siguiente pasar desapercibidas y dejar de existir, tanto en las noticias como en nuestra conciencia



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